Les damos opciones a todos desde sus posibilidades.
No tenemos claro qué es una minoría… o una mayoría. Por ejemplo, en Colombia, históricamente, hemos tratado a las mujeres como una minoría, pese a que siempre han sido una mayoría y esto nos ha metido en muchos problemas. A eso, sumemos ingresos, riqueza, raza, género, pensamiento político y hasta preferencia política.
En la democracia, es común que las mayorías ganen las elecciones. Pero esto no significa que gobiernen para los que ganaron, sino que deben gobernar para todos. Por esto, los procesos democráticos buscan la forma de visibilizar las minorías con políticas públicas de inclusión y diversidad, para que las acciones públicas corrijan los desequilibrios entre diferentes grupos sociales. Y ahí está el gran lío.
La sociedad es el resultado de muchos procesos históricos simultáneos, en que la igualdad es un ideal platónico, intrínsecamente inalcanzable, porque más allá de buscar la igualdad, también buscamos la libertad individual, conceptos que inevitablemente se contradicen. Una persona de una familia de la ciudad no es igual a otra de una familia del campo y si bien la ley les otorga los mismos deberes y derechos, esto no es cierto en su ejecución: el derecho a la salud depende de que haya un servicio de salud y el deber de pagar impuesto de renta está en función del nivel de ingreso de las familias. En conclusión, estamos de acuerdo en que no somos iguales pero que somos iguales.
El mercadeo, el libre mercado, las empresas y las marcas solucionaron esta complejidad por medio de sus productos. Hoy, marcas de lujo tienen productos masivos y marcas masivas tienen productos de lujo, por ejemplo.
Para el mercadeo, considerar que todos somos iguales es un error. Lo valioso es la diferencia y al reconocerla, es posible definir productos, canales, marcas, servicios, medios de pago e incluso materiales diferentes según el tipo de persona, sus necesidades, creencias, preferencias y percepciones.
Hoy, casi 80 de cada cien colombianos mayores de edad tienen un celular pero este servicio no es considerado un servicio público, lo que facilita que el mercado encuentre las soluciones. Hay teléfonos más baratos que otros, servicios de telefonía más amplios que otros y un sinnúmero de aplicaciones según las necesidades de las personas. Esto permite eliminar el concepto de “discriminación positiva”, porque a nadie se le pregunta de qué género es, qué edad tiene, de qué raza se declara o si es vegano o no. Simplemente, se le vende un teléfono con un servicio que pueda pagar y que, de inmediato, puede personalizar. Esto es imposible en las políticas públicas.
La visión de mercadeo es simple: no somos iguales, pero les damos opciones a todos desde sus posibilidades. Este punto de vista revolucionario hace progresar la democracia, porque parte de la premisa de la individualidad, de la diferencia, de la inclusión absoluta: un producto que les sirve a todos y no un servicio al que todos se deben adecuar.
Esto no solucionará las diferencias, ni la pobreza, ni la distribución de la riqueza o los ingresos, ni mucho menos enderezará los derechos humanos, sino que aporta libertad al mercado y a las personas, y al tener libertad, las personas pueden esforzarse por tener lo que quieren y no lo que les toca. Si el Estado, en cualquier parte del mundo, pensará de esta manera, tendríamos una nueva visión de las políticas públicas, que se enfocarían en los mínimos comunes –no en los máximos diferenciadores–, lo cual generaría mayores percepciones de calidad de vida, ya que lo que es bueno para mí, quizá no sea lo que usted quiere.
Artículo publicado en la edición #486 de los meses de junio-julio de 2023.