Por: Andrés Carvajal, publicista
Todo empezó un sábado. Debían ser algo así como las nueve de la mañana.
Nada fuera de lo cotidiano.
Mientras veía a Jotamario exhibir toda clase de licuadoras en un concurso televisivo y pensaba para mis adentros “que básico que es el colombiano para estar viendo esto”, entró la tradicional llamada sabatina de mi mamá para saludar a su querido hijo único. Estábamos hablando cuando me vibró el celular, alertando a mi mano que algo estaba tratando de entrar. Y Entró.
–Espera mamá que me llegó algo, le dije.
Abrí el buzón de mensajes y ahí estaba lo que llamaría el inicio del día más vergonzoso de mi existencia.
“Estimado Andrés Carvajal, usted ha sido el feliz ganador de la Maratón Comcel. Para reclamar sus 15 millones comunicarse de inmediato al 321228XXXX”.
Sentí una emoción indescriptible. Lo único que me había ganado en mi vida hasta entonces, era un muñeco de Dini, referencia que por supuesto muy pocos recordarán. Y sí, yo fui miembro del Club de Dini, pero eso es algo que no quiero recordar.
–¡Mamá, te tengo que colgar ya! Me gané 15 millones de pesos, cuéntale a mi papá.
Y colgué.
No la dejé ni respirar. Lo último que oí de ella en ese momento fue un grito despavorido que trataba de ubicar a mi papá para contarle las buenas nuevas de su afortunado hijo publicista.
Llamé al número.
Me contestó una música con el jingle de Comcel de la época.
Pasaron unos diez segundos para que me contestara una voz sofisticada, elegante y envolvente.
–¡Señor Andrés, felicitaciones! ¡Usted ha sido el ganador de La Maratón Comcel!
En efectos de sonido oí una especie de pólvora por detrás. Muy emocionante.
–¡No lo puedo creer!, le dije, dejando brotar toda mi sensibilidad.
Entonces, la voz envolvente me dijo:
–Bueno, pues para hacer esto realidad, usted tendrá que correr en una Maratón.
En ese momento, me puse alerta. Mi cuerpo y adrenalina se activaron. Sentí que iba a tener que reaccionar muy rápido; sentí que me iban a poner a prueba. Empecé a sudar, aunque todavía no había pasado nada. ¡Ni siquiera me había levantado de la cama! Pero así soy yo: sudo fácil.
–¡A partir de ahora, activamos el tiempo señor Andrés! Usted tiene 15 minutos para ganar la maratón y llevarse los 15 millones de pesos. Empezamos ¡ahora! Para ganar la maratón, señor Andrés, lo primero que usted tiene que lograr es llegar en el menor tiempo posible a la tienda de Comcel más cercana que tenga a su casa.
–¿Dónde la tiene?, me preguntó.
–Estará a 6 minutos en carro, le dije mientras me ponía una camiseta de Ferrari talla XL que me había regalado un cliente al que no le importó que yo fuera talla XS.
Con el pelo realmente descompuesto, la camiseta de Ferrari flotando y los mismos pantalones de pijama, para no perder tiempo, salí corriendo por la puerta de mi casa a buscar el carro. El portero me miró alertado. No era común que yo saliera a esa hora, un sábado, en esas deplorables condiciones, pero le hice un gesto tipo Reina Isabel con la mano y salí a toda velocidad.
Al mismo tiempo que yo avanzaba hacia esa famosa tienda debajo del Castillo de Rosales, la voz envolvente me seguía hablando.
–¡Si cuelga pierde!, me dijo amablemente.
Recibí la información como un buen tip para ganar el concurso.
–¿En dónde va, Don Andrés? ¡Ya llevamos 4 minutos!, me decía.
–¡¡¡Llegando!!!, le respondía yo rogando compasión en la presión.
–¡¡Estoy parqueando!! ¡Ya llegué!! ¡Estoy al frente de la tienda!, Le gritaba.
–¡Ahora, Don Andrés, debe comprar 500.000 pesos en tarjetas prepago. Si acierta con los códigos, ganó. Así de fácil. ¡Le quedan 6 minutos! Ánimo, ánimo, Don Andrés.
Me bajé del carro. Entré corriendo a la tienda. Estaba rojo, sin aire, pero con mucha ilusión de mi premio.
–Necesito 500.000 pesos en tarjetas prepago, le dije al tendero, que de inmediato me miró aterrado.
–¿Quinientos mil?, me preguntó incrédulo.
–¡Sí, pero las necesito rápido. Se me acaba el tiempo, le dije, como si él supiera la maratón que yo estaba tratando de ganar.
Me entregó un morro de tarjetas. Me metí al carro. El sol se había hecho más fuerte. Cerré la puerta y, en ese momento, la voz envolvente volvió:
–¡¡¡A raspar se dijo!!! –Me dijo notablemente emocionado–. Don Andrés, ¿cuál es el primer código?.
Con la uña del índice empecé a raspar la primera tarjeta.
–24445689087, dije.
–¡Correcto! –me contestó con emoción–. Siguiente código, Don Andrés
–38710098003
–¡Correcto!
–74509122217
–¡Correcto!
Y así, con unos 20 códigos más. Todos correctos, para mi fortuna.
Mi uña: negra. Absolutamente negra. Roída. Desgastada.
–¡Don Andrés, usted se ha ganado la Maratón Comcel! ¡Todos los códigos correctos!
Con este mensaje, oí un aplauso muy cálido. Varias personas que acompañaban a la voz envolvente me querían demostrar su felicidad.
–Mañana llegará la van de la maratón Comcel con su cheque de 15 millones. Se grabará una cápsula para pasarla por televisión –me indicó amablemente, lo cual leí como un guiño para que yo tuviera la casa arreglada–. ¿Don Andrés, quisiera dar unas palabras después de haber ganado semejante premio?
– ¡Claro! –exclamé–. Quiero agradecer a Comcel porque iniciativas como estas son las que hacen que uno realmente se enamore de las marcas.
Nuevamente me dieron un aplauso.
Pero aquí no terminaba esto. La voz envolvente retomó:
–Don Andrés, queremos hacer un llamado a su buen corazón. La Fundación Cardioinfantil está recaudando fondos para ayudar a niños con problemas cardiacos. Aquí a mi lado se encuentra el director de la clínica y queremos saber si, de manera voluntaria, usted quisiera hacer una donación del premio de los 15 millones.
Respondí sin pensarlo:
–¡Claro! Ni más faltaba. Donaré 500.000 pesos de mi premio.
–Don Andrés, ¡qué gran corazón! Gracias en nombre de todos los niños. Para hacer la donación, usaremos el mismo mecanismo: las Tarjetas prepago. ¡Así que Don Andrés, a comprar 500.000 pesos más!.
Me di cuenta que mi noble propósito no se podría cumplir, ya que solo tenía 100.000 pesos en mi bolsillo. Pero la voz envolvente me aclaró que no importaba, que lo importante era donar algo, por pequeño que fuera.
Entré, otra vez ,a la tienda.
–Necesito 100.000 pesos más en tarjetas prepago, le dije al tendero, ya un poco más calmado que en la primera entrada.
El tendero me miró como diciendo: “A este tipo le vieron la cara”. Pero nada, yo seguía firme.
Otra vez al carro.
Otra vez raspé los números.
Y otra vez, me aplaudieron al finalizar.
Colgamos.
Me sentía como quien acaba de ganar la carrera de su vida.
La imagen que vi de mí mismo era triste pero satisfactoria. Había valido la pena. En el puesto del copiloto reposaban las 30 tarjetas prepago raspadas hasta más no poder. La uña me ardía. Y la camiseta, lavada.
Llamé a mi mamá de vuelta, que se había quedado colgada del techo, como ella bien lo diría. Y al contarle que su hijo publicista se había ganado una promoción, la oí gritarle a mi papá: “¡Andrés se ganó 15 millones de pesos!”.
En ese momento, vino esa voz, que me aclaró lo que acababa de suceder. Mi papá contestó desde lejos:
“¿No lo habrán tumbado?”
Y ahí, en ese momento, supe que acababa de perder de la manera más ingenua y estúpida posible, mis apreciados 600.000 pesos. Llamé de vuelta al número de la voz envolvente. Claramente, nadie me contestó. Busqué en internet “Maratón Comcel”, pero solo encontré un par de carreras de 10K.
Me devolví a la casa, con el alma vuelta pedazos. Me bañé. Me limpié la uña. Confieso que lloré debajo de la ducha.
Lloré por sentir que un publicista había caído en semejante promoción tan falsa. Lloré por haber seguido toda la mecánica, por haber corrido, por haber evitado pensar en verificar lo que, paso a paso, diseñamos todos los días en la agencia, con tanto cuidado cuando se trata de promociones. Lloré al acordarme de mi prepotencia, criticando lo básicos que eran para los concursos de Jotamario y sus licuadoras. Lloré cuando supe, por un contacto que me levanté, que afortunadamente, en este tipo de robos que se hacen desde las cárceles para vender minutos a los presos, solo cae el 0,01% de la población.