Los escritores siempre serán objeto de admiración y referente de los redactores. Aunque los literatos miren con algún desprecio a los publicistas, es probable que a muchos les cueste redactar en minutos un buen copy (corto, ingenioso, impactante y efectivo).
No es sencilla la tarea del escritor cuando es obligado a seguir reglas de tiempo, tono, espacio, estilo y objetivos. Aun así, muchos se las han arreglado para redactar textos que fácilmente podrían ser poemas (piensen en Here's for the crazy ones para Apple, yo me quedo con Surfer para Guiness) o frases que podrían confundirse con máximas filosóficas (“Good things come to those who wait” o “It’s what you do in the dark that puts you in the light”).
¿En qué momento la gente pasó de considerar la publicidad como el octavo arte a pagar por evitarla? Difícil precisarlo; lo cierto es que, en cuestión de años, perdimos de un solo tajo la relevancia, el glamour y la credibilidad que un día tuvimos. Nos ha faltado autocrítica para reconocerlo, quizá nos cegó el reflejo de tantos metales ganados.
Entrenamos a los consumidores para ser flojos lectores. Compramos y vendimos la frase “Una imagen vale más que mil palabras”. Los anuncios con textos geniales desaparecieron antes que el pez remo. Los copies de hoy solo redactan correos, escriben racionales en Keynote y contestan mensajes de redes (todo con ayuda de Chat GPT). Las nuevas generaciones no leen libros, el nuevo redactor tampoco. No le queda otro camino al viejo redactor para paliar la ansiedad creativa que escribir artículos, y sí tiene las agallas necesarias, un libro. Prueba de eso, el mío.
Hoy, precisamente con motivo del lanzamiento de mi nuevo libro “No me vengan con cuentos”, vuelvo después de mucho tiempo a escribir una columna en un medio publicitario. Los redactores con delirios de columnistas sabemos lo difícil que resulta encontrar el adjetivo perfecto, el sinónimo preciso, el toque de autenticidad. Y si la tarea es enrevesada en dos páginas, tener que lidiar con doscientas es como pasar de correr 5K a una maratón. No alcanza solo con las ganas.
Publicar un libro es exponer una intimidad que trasciende la desnudez. Es un camino largo y solitario en el que no puedes confiar en el elogio de los familiares y amigos, ni tampoco en todos los reparos y críticas del editor. Hay quienes dicen que el escritor debe olvidarse del lector y preocuparse solo por complacerse a sí mismo. Lo he intentado y no lo logro. Creo que desde el momento que uno decide compartir lo que escribe, lo que era un monólogo se convierte en conversación; y en ese punto, lo mínimo son los modales y el respeto.
Hasta que escriba al menos dos libros más y pueda vivir de eso seguiré siendo un redactor, un storyteller sin pinta de literato y más nombre de futbolista que de prosista; un tipo que escribe por placer y sin pretención de seguir los pasos del maestro Gabo. Mi libro no tiene nada que ver con publicidad, pero apelo a la creatividad para intentar rescatar la literatura como medio de entretenimiento en tiempos en los que la lectura fue desplazada las redes y los videojuegos. Es un libro de cuentos adictivos para rescatar lectores adictos a las pantallas; cuentos que se pueden leer mientras el teléfono carga, confirma el Uber o llega el Rappi...
Un propósito tan noble, ingenuo y pretencioso como casi todos los míos. Para cumplirlo recurro a la narración de historias más cotidianas en lenguaje menos rebuscado, a la mezcla de géneros literarios, la omisión voluntaria de algunas normas narrativas y la incorporación de elementos ajenos a la literatura. Hay desde ensayos que terminan en aventuras románticas o thrillers de suspenso que hacen reír, hasta finales alternativos, relatos entrelazados, historias reversadas, poemas ocultos, novelas gráficas, aforismos embebidos en falsas crónicas, dramas conectados con playlists o videos, entre otras tantas locuras.
Agradezco el hecho de poder cumplir otro sueño de infancia y compartirlo con mis amigos, colegas y lectores de P&M. No me vengan con cuentos, estará a la venta en Amazon desde el 27 de marzo. Léanlo por curiosidad, morbo o solidaridad profesional. No hay pierde: se divierten con el libro o se burlan del autor, les deja un par de buenos mensajes o les sirve de regalo, de base para una linda matera o para avivar el fuego de la chimenea... las opciones son infinitas dependiendo de la creatividad de cada lector.
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