Algunos usan el concepto de lo natural para imponernos nuevas ideologías.
El mundo cada tanto se mete en debates en los que no es claro si se habla de progreso o de un nuevo oscurantismo. En los alimentos, por ejemplo, desde hace años se habla de las cosas naturales y las ultraprocesadas, como olvidando que al final casi todo es artificial.
Según la RAE, artificial significa: “Hecho por mano o arte del hombre. No natural, falso. Producido por el ingenio humano”. Es decir, la economía es artificial, o creada por el hombre, o no natural, al igual que el dinero, las regiones, las normas, las constituciones, los países, la filosofía, la medicina y, obviamente, el mercadeo y la publicidad*, como básicamente todo.
Y lo curioso es que decimos que un suceso que se repite continuamente es natural: “naturalmente, las ventas crecen por el aumento de la población”. Esta dialéctica equivocada se usa frecuentemente como sofisma para defender ideologías; como decir “lo que no es natural es malo para la naturaleza”.
Desde la premisa de que el ser humano es depredador de recursos y está dañando el medio ambiente, cayendo –al generalizar– en ocultar los enormes esfuerzos de miles de personas que han ayudado a esa naturaleza a mejorar y continuar, como en el complejo y polémico caso de los zoológicos que, por ejemplo, han logrado reproducir en cautiverio especies en peligro de extinción, como nuestro bello oso de anteojos.
Así suene descabellado, hay que reconocer que casi todo lo que hacemos día a día es artificial: hablar, vestirnos y hasta tomar agua, porque la traemos de las fuentes hasta nuestras bocas. El tema es que las necesidades son naturales, pero las soluciones, no. Al ser humano le da hambre, sed, deseo, necesidad de pertenencia, seguridad, identidad y sentido de logro, condiciones propias de casi todos los animales, pero lo solucionamos de manera diferente a como lo hacen muchos de ellos: copiamos la agricultura de las hormigas, el lenguaje de algunos homínidos, la acumulación de los animales en invierno e, incluso, el vestuario de los cangrejos.
De allí, hemos creado grandes sembrados para alimentarnos, idiomas y millones de libros, depósitos y armarios, y miles de millones de prendas de ropa, sin contar cosas maravillosas como el dominio del fuego para cocinar y tener luz en la noche, la victoria sobre los depredadores, o las ciudades que permiten economías de escala que logran que la educación y la salud sean más baratas.
Reconocernos como artificiales suena ilógico; sin embargo, cada día lo somos más. Esto implica que debemos ser responsables de nuestros actos y reducir nuestro impacto, no solo en el medio ambiente, sino en nuestros imaginarios, percepciones y creencias.
Consumir mucho carbón para producir energía causa calentamiento global. Imponer ideologías sobre los demás causa una contaminación y colonización muy fuerte, como afirmar que el consumo de un producto es malo per se, sin hablar de la frecuencia, intensidad y volumen del momento de consumo: una cosa es fumar un cigarrillo por placer, y otra, fumar un paquete al día.
Nuestra cultura –como nuestro idioma– cambia a velocidades impresionantes, aprovechando que las redes sociales amplifican las ideas que unas minorías consideran correctas y buscan imponer en las mayorías, partiendo de la premisa de la diversidad, pero buscando la imposición de sus ideas en la mayoría.
Así, vivimos en un mundo artificial, dinámico y cambiante, donde algunos usan el concepto de lo natural, para imponernos nuevas ideologías que al parecer son naturales, sabiendo que no lo son; por eso, es “natural” dudar de eso.
Artículo publicado en la edición #481 de los meses de agosto y septiembre de 2022.